La pluma de Carlos Gagini ha vuelto famoso un personaje de la tradición oromontana, la bruja Mónica, cuya realidad es muy discutible, según las opiniones de los más antiguos pobladores.
Según ese cuento, «ni aún los más guapos del pueblo se atrevían a aventurarse de noche por la calleja del río, temerosos de aquella lucecilla que parpadeaba en la sobra como un ojo felino». (Gagini, 1963).
Se trataba de «una mujer cincuentona, de nariz aguileña, ojillos penetrantes y tupidas cejas grises», a quien llamaban «la tía Mónica», quien vivía sola y sin vecinos, por el rumbo de la entrada norte del pueblo, donde cultivaba hortalizas y preparaba menjurjes que vendía en el pueblo.
La infeliz mujer había mantenido con sus esfuerzos, la educación de un hijo que en San José llegó a graduarse en comercio, pero tuvo que trasladarse a Miramar para trabajar en la tienda del Sr. Rodríguez, pero manteniendo oculto su parentesco con la tía Mónica, quien sólo podía visitarlo de noche.
En cierta ocasión, concertada ya la boda del joven con la hija del comerciante su patrón, aquél malversó una fuerte suma de dinero, lo que puso en peligro todo su éxito y su futuro.
Para corregir la falta de su hijo, la tía Mónica debió rematar su pequeña propiedad y trasladarse a vivir en un cobertizo desguarnecido, lo que le apresuró una muerte cruel, sólo suavizada por la visión del futuro de felicidad que con su miseria, había logrado forjar para su malagradecido hijo.
Aunque los viejos miramarenses coinciden en que ese personaje nunca existió, otros estiman que es un ejemplo hermoso de amor materno que bien vale la pena cultivar.