La parte del territorio costarricense que hoy conocemos como Montes de Oro, fue erigido cantón en los primeros años del presente siglo, pero su historia se proyecta en el pasado hasta los tiempos primeros de una cultura autóctona altamente desarrollada, pasando por otras épocas señaladas por una gran riqueza mineral que, a diferencia de otras partes, no fue obstáculo para forjar una comunidad con cultura y personalidad propias, sólidamente cohesionado y firmemente proyectada hacia el futuro.
Francisco Amiguetti, maestro de la pintura no sólo con el pincel sino también con la pluma, ha trazado el siguiente fresco sobre la capital del Cantón y sus alrededores:
«Miramar ve el agua y la montaña, un mar turquesa, un mar de oro o un mar lívido, según la luz que boga en su superficie. Miramar vuelve su rostro para ver las montañas oscurecerse en el presagio de la tempestad que se continúa en lluvias persistentes. Esa es su geografía y su paisaje, pero si nos asomamos a su historia, la que no se escribe pero pasa de la voz a los oídos hallamos otra dimensión de su existencia.
«Montes de Oro se llama esa región visitada por el rayo, sus montes son negros bajo la lluvia, sin embargo anuncian su oro cuando la mágica varita de la luz los toca. Su claridad hecha metal yace alumbrando las tinieblas en las entrañas de la tierra, al menos así piensan los que han vuelto a trabajar las minas para encontrar lo que pasó desapercibido para otros.
«No hace un siglo que norteamericanos, alemanes, suizos y gentes de otros países, acudieron puntuales al festín del oro, cerca de este pueblo verde que mira el mar y la montaña. Como en el Oeste, cuya historia nos cuenta el cine todas las semanas, los hombres bajaban de las montañas a embriagarse, a jugar, a pelear, y retornaban para buscar más oro y volver a la misma rutina.
«En esa casa de maderas viejas, nos dicen, se congregaban los hombres que venían de las minas, había comercio, Miramar vivía, aunque las familias cerraban las puertas de sus casas, cuando los grupos cosmopolitas de forajidos irrumpían en las noches de los sábados.
«Hoy bajan de las montañas los campesinos envueltos en sus impermeables de hule crudo, sobre sus caballitos criollos de largo cuello de marfíl».
Tal es el tema del presente trabajo. El pasado, el presente y el futuro de una porción ubérrima de Costa Rica: podría decirse que se haya engastado al pie de montañas de oro, en una zona además privilegiada por la feracidad de su suelo y la transparencia de su espacio, que le proporcionan una amplia perspectiva sobre el Océano Pacífico. En palabras de Amiguetti: «la región visitada por el rayo».
Por su vocación y por su situación, resulta ser el lugar adecuado para el desarrollo de una cultura espiritual y material muy grande, como en la realidad seguramente ha ocurrido, porque así lo atestiguan los vestigios que se encuentran y las tradiciones que han llegado hasta el presente.
Varios indicios orientan a sostener que, en el territorio hoy perteneciente al Cantón de Montes de Oro, varios siglos antes de la ocupación española, floreció una cultura autóctona muy avanzada, de base chorotega y ancestro nahuat, que en su tiempo probablemente estuvo muy relacionada con el imperio mexicano de los aztecas.
En los primeros tiempos de la colonia, a muy pocos kilómetros de la actual Miramar, se radicó la primera ciudad de españoles, Villa Bruselas, según varios indicios, por la riqueza de sus serranías y la facilidad de acceso a otros territorios.
Tales asentamientos se inspiraron originalmente y en gran medida, en la explotación de las minas de oro cuyo producto nunca ha sido debidamente controlado, pero que a finales del siglo pasado se hizo evidente y dio origen a un auge intenso, en cuanto a población y a desarrollo económico. Los descendientes de los fundadores que aún viven, recuerdan las caravanas de muías cargadas con oro y mineral aurífero que bajaban de la sierra hasta el puerto de Caldera: eran el aporte de Montes de Oro a la grandeza y al desarrollo de otros pueblos.
La zona de Montes de Oro ha estado marcada desde tiempos remotos por su riqueza, la cual le ha permitido dar cuna a culturas muy avanzadas. En la mayoría de los lugares de explotación minera, el intenso trabajo de la producción sólo ha servido para exportar la riqueza y asentar la miseria. En Montes de Oro, si bien se ha exportado la riqueza, la explotación del oro sirvió para integrar una comunidad fuerte por su variedad y homogénea en sus aspiraciones.
Montes de Oro no es la excepción en cuanto a haber visto la riqueza que se va, pero con una diferencia muy importante: aquí quedó, no la miseria, sino una población hecha al trabajo duro y persistente, con un sentido muy pragmático de la vida, emprendedor y orgulloso de sus tradiciones, que son la base indispensable del desarrollo presente y de la grandeza futura, que a ojos vista están construyendo desde ya.
Todo ello asegura grandes perspectivas de progreso y un futuro al que sin duda los oromontanos sabrán responder cumplidamente, como han sabido salir adelante de las condiciones adversas que paradójicamente les ha deparado su riqueza.
El presente trabajo, dentro de límites muy modestos, trata de recoger y reflejar precisamente esa brillante odisea histórica de Montes de Oro.
Para ello, la obra se ha divido en 15 capítulos, con una introducción que traza el marco general nacional en que actúa la comunidad oromontana. El primero de los capítulos delinea las características físico-geográficas del Cantón; el segundo describe el territorio, incluida la lucha por su defensa y conservación; en tanto que el tercero describe la organización política y administrativa locales.
El capítulo IV trata de ser fiel con la grandeza pasada al enjuiciar el origen y la evolución histórica, en tanto que el capítulo V describe, lo más fielmente que ha sido posible, la pequeña gran epopeya de alcanzar el cantonato, librada por los mismos que pusieron las primeras piedras de la nueva comunidad, labriegos sencillos inspirados por una inconfundible fe en el destino.
El capítulo VIII contiene las grandes pinceladas de la vida cultural y tradicional, en algunas de sus variadas manifestaciones, muestras de un espíritu creador acostumbrado a engrandecerse ante la adversidad.
El capítulo IX es un breve tributo a todos aquellos que, desde los primeros tiempos, han ido sumando sus esfuerzos en la cruzada común por conquistar una identidad y una patria pequeña que heredarle a sus descendientes.
Los capítulos X, XI, XII y XIII pretenden ser una descripción un tanto actualizada, del nivel de desarrollo alcanzado por el Cantón.
En cuanto al capítulo XIV, trata de describir y enjuiciar la explotación de la mayor riqueza del mundo: el oro; capaz de producir el mayor mal del mundo: la miseria; tradición que en Montes de Oro fue derrotada por la persistencia de un pueblo con ansias de proyección histórica.
El último capítulo procura ser un manojo de perspectivas trazadas hacia el futuro, que podrían ser caminos del desarrollo del mañana.
El autor está por completo consciente que es mucho mayor lo que no alcanzó a escribirse, porque es imposible aprisionar toda la riqueza histórica de una comunidad como la oromontana.
Pese a la gran cantidad de información que no se pudo procesar, debió dársele fin al trabajo, pese a que cada vez era mayor el material que iba apareciendo poco a poco, porque había un plazo que cumplir.
El presente trabajo tiene un marcado acento histórico, en el entendido que el presente todos los oromontanos lo conocen mejor que este autor, y porque el pasado es la poderosa raíz que sostiene el follaje actual frente a los embates del desarrollo presente y del futuro.
El trabajo no habría sido posible sin la colaboración entusiasta y noble de doña Estela González Cortés, siempre preocupada por conservar, cultivar y difundir las tradiciones propias, y cuyos escritos publicados anteriormente, y sus investigaciones acerca de la historia de Montes de Oro, han sido la base de varios capítulos.
Tampoco hubiera sido posible sin el aporte fundamental de Germán Espinoza Villegas, hombre culto, estudioso y profundo conocedor del pueblo de Montes de Oro, quien tuvo la amabilidad de preparar especialmente para este libro, la parte del capítulo VIII correspondiente a la cultura y las costumbres del Cantón, el cual desarrolló en parte con la colaboración de Germán Núñez Vetrano y de abnegados profesores que, en épocas pasadas, entrelazaron sus vidas con las comunidades oromontanas principalmente del interior y que, de esa manera, conocen al detalle la peculiar psicología local y su riqueza expresiva.
Grandes fueron los aportes y orientaciones que con amable solicitud me proporcionaron doña Catalina González González y don Sergio González Jiménez, sobre las tradiciones, la formación y el progreso de un Miramar que don Sergio conoce con la perfección y el detalle de quien ha sido testigo y veces autor, cuando menos en su etapa reciente.
Fue invaluable la colaboración de Trinidad Gamboa Amuy, quien, con alto nivel profesional, colaboró en la reconstrucción de fotos antiguas y la realización de otras actuales, que han permitido ilustrar adecuadamente el presente trabajo.
Pocos meses antes de su lamentable deceso, tuve la suerte de entrevistar a don Carlos González Cordero, descendiente directo de los fundadores originales de Los Quemados, quien recordaba con memoria extraordinaria hechos inéditos de la historia local. También tuve el privilegio de entrevistar a don Antonio Quirós Araya y don Rafael Cob Jiménez, testigos y protagonistas del desarrollo de la estructura institucional del Cantón.
Albán Bermúdez León y Alfonso Elizondo Murillo me proporcionaron documentos, periódicos y numerosas referencias sobre la historia educativa del Cantón. Ambos profesionales, «oromontanos» como ellos mismos se definen de pura cepa» me ofrecieron una visión de su pueblo que sólo se obtiene a través del diálogo con personas que, como ellos, enfatizan con orgullo su condición de hijos de este pueblo y que por eso conocen en sus detalles esenciales.
Lidieth Barrantes Murillo, conocedora de los problemas de la salud no sólo del Cantón, sino de la Provincia y del país, tuvo la deferencia de orientarme y proporcionarme información indispensable en ese aspecto.
Nieves Agüero Espinoza, cuyo inesperado deceso ocurrió durante la preparación del trabajo, amablemente puso a mi disposición importantes documentos familiares que recogen parte de la historia cantonal.
En definitiva, y de una manera muy especial, deseo dejar constancia de mi reconocimiento a la Asociación de Desarrollo Integral de Miramar, por la iniciativa y el apoyo ofrecido, con especial mención de sus miembros: Gontrán Quirós Mora, Gladis González Elizondo, Sandra Matamoros Umaña, Oscar Corella Mejías, Oscar Solorzano Vargas, Ulises Ulate Ulate y Femando Chacón González.
Dos menciones especiales:
Don Leonardo Enrique Jiménez Jiménez: una de las personas que más se preocupó por conservar los vestigios de la historia, quien tuvo siempre la deferencia de proporcionarme información y documentos, orientarme y poner a mi disposición fotografías y objetos de su valiosa colección. Su muerte, en la plenitud de la vida, ocurrió mientras se preparaba este trabajo. Miramar ha perdido uno de sus hijos más esforzados y solícitos.
Y don Alfonso Estevanovich González, amigo de siempre, hijo legítimo de Miramar y Diputado de Costa Rica, quien desde hace mucho tiempo ha venido recolectando y rescatando materiales de la historia de Montes de Oro, movido por su deseo ferviente por dejar a las generaciones futuras, el testimonio escrito de la gesta que convirtió a esta región en una zona desarrollada y progresista, gesta en la cual han sido primeros actores sus propios antepasados.
Don Alfonso me facilitó los materiales de sus investigaciones, me orientó en los estudios posteriores y me proporcionó toda la ayuda necesaria.
También deseo dejar constancia de mi agradecimiento al Arquitecto Walter Portilla, por haber puesto a mi disposición importantes materiales sobre la historia minera del Cantón. Su fatal deceso, acaecida en plena juventud, mientras viajaba hacia Miramar precisamente en preparación del magnífico proyecto del Parque y Biblioteca Infantil, también ha dejado un profundo vacío en la historia cultural de Montes de Oro. A instancias de la Asociación de Desarrollo de Miramar, quede constancia del reconocimiento a su lealtad y al cariño que desplegó por un pueblo que lo acogió como hijo propio.
En la realización del trabajo práctico, la investigación y la recolección de materiales, elaboración de fichas y celebración de entrevistas, fue muy valiosa la colaboración de Luis Bernardo González González, cuyos apellidos atestiguan su relación con los forjadores de la historia de esta región.
Aunque sé que esta enumeración no es completa, y que cometo graves injusticias al omitir los nombres de otras muchas personas que han colaborado en la realización de este trabajo, los nombres citados demuestran que la presente es una obra no sólo inspirada, sino también realizada por la comunidad de Montes de Oro. Por ello, es a ella a quien corresponden todos los créditos.