Contaría el pequeño Juan con escasos seis anitos cuando se presentó ante quien sería su primera patrona aquel domingo muy a las ocho de la mañana.
Vestía camisa a cuadros y pantalón corto. Su rostro angelical irradiaba frescura y limpieza.
Juan se había preparado como nunca para ese domingo. Era su gran día, pues ganaría dinero por primera vez gracias a la intervención de su mamá para que fuera aceptado por doña Luisa como vendedor de papín. Una coloreada y deliciosa golosina hecha a base de maíz y coco que en Miramar doña Luisa preparaba como nadie y por eso gozaba de reputación. por ahí alguien intentó hacerle la competencia, pero no pudo; ya que su producto continuó siendo el más apetecido por la comunidad.
Doña Luisa, señora de contextura gruesa, cincuentona y con cara de niña, era muy estricta al elegir a sus vendedores; pues nunca quiso correrse el riesgo de que por algún descuido, variara el bien ganado concepto que tenían los clientes de su mercancía.
Por eso exigía limpieza, honradez y mucha higiene a la gente que contrataba; y por eso era que Juan se sentía orgulloso de haber sido escogido como vendedor.
Y es que, a decir verdad, no era cual quiera el que le trabajaba a esta esforzada señora de tan excelente cuchara; cuyo papín se vendía rapidito; y como si fuera poco, pagaba muy bien.
Mientras doña Luisa iba colocando las porciones en la palangana de aluminio, cada una asentada en un limpio papel, no solo alborotaba el rico olor agridulce de la golosina, sino que también daba las indicaciones y consejos del primer día; tal y como lo había echo con todos los vendedores desde hacía más de veinticinco años.
-No se entretenga por la calle. -Mantenga el dinero en la bolsa. -Revise bien el vuelto antes de entregarlo. -Que sea el comprador quien tome el papín porque usted está tocando plata. -Recuerde que no se vende fiado. -Que primero se cobra. -Esté atento a que no le retiren más papín del que le han pagado. – Váyase directamente y sin perder tiempo a la plaza; allí es un buen lugar por la salida de la misa y porque hay partido de fútbol a las once de la mañana. – Si algún chiquito lo invita a jugar dígale que no puede porque usted está trabajando.
-Nunca suelte la palangana y vea que siempre esté tapada para que se mantenga todo limpio. -Aquí tiene… son uno, dos, tres, cuatro, cinco… treinta papines. -Lo espero con los tres colones de la venta para llenarle de nuevo la palangana. – Por lo que me dijo su mamá yo sé que a usted le va ir muy bien.-¡Que Dios me lo acompañe! -Y ya sabe, nada de entretenerse en el camino.
Con mucho entusiasmo y sintiendo en el paladar el rico sabor del pedazo de papín que le había obsequiado su patrona, Juan colocó el borde de la palangana en su cuadril derecho y dirigió sus pasos hacia la plaza.
Empujado por las ilusiones y la mirada fiscalizados de doña Luisa, quien se quedó observándolo desde el corredor, empezó a caminar con mucha prisa hasta perderse en la vuelta de la esquina que distaba como a unos cincuenta metros.
De allí en adelante lo frenaron unos pensamientos que lo venían golpeando
desde tiempo atrás. Y es que, la impresión Y las ocupaciones para atender la primera venta de su vida, lo habían apartado momentáneamente de un montón de interrogantes que venía arrastrando desde hacía algún tiempo y que, se hicieron más grandes, cuando algunos amiguitos le decían y le repetían, mientras jugaban trompo, o estaban en el río que todas las personas no eran iguales, que había eran diferencia entre el hombre y la mujer y que se fijara bien que lo mismo sucedía entre el toro y la vaca, el perro y la perra, y el gato y la gata. Jorge, su vecino, que ya estaba en la escuela, le decía que a eso lo llamaban sexo y que era por allí donde salían los hombres, las mujeres y todos los animales del mundo desde una cucaracha hasta un elefante.
Volvieron las interrogantes, crecieron las dudas, llegó a creer, mientras subía la cuesta rumbo a la plaza, que pensar en esas cosas podría ser pecado y que tendría que confesárselo al padre cuando hiciera la primera comunión.
Temeroso, trató de quitarse de la mente aquellas cosas, pero no pudo…
-¿Tendrá razón Jorge? -¿Tendrá razón Miguel? -¿Por qué tiene que darse esta diferencia?
Como a los trescientos metros de la casa de doña Luisa, y preocupado porque se estaba entreteniendo demasiado por estar pensando en esas tonteras, tomó la decisión, aún con el riesgo de llevarse una buena regañada, de preguntarle a su mamá sobre estas diferencias y así salir de una vez por todas de aquel montón de dudas que tenía en la cabeza y que no lo dejaban en paz.
Corría el mes de marzo y el sol había empezado a calentar violentamente desde muy temprano. A Juan lo tomó de frente, le derritió la perfumada brillantina, le gelatinó la vista y el cuerpo sudó copiosamente mucho antes de llegar a la plaza.
Se sentía asoleado; y entonces decidió, para apropiarse de ánimo y dar el último empujoncito, recibir un tantico de sombra bajo el alero de una vieja caballeriza que se encontraba a los cien metros de la calle principal.
No obstante el olor a estiércol, el techo invitaba a una parada de camino, era pródigo en frescura y el lugar facilitó a que Juan, mientras tomaba su descanso regresara con sus andadas mentales de las tales diferencias entre los animales.
En esas estaba, cuando vio al final del galerón a varias bestias descansando; a lo que no le dio de momento mayor importancia.
De repente, fija la mirada en los cuadrúpedos y se le viene una idea… que podría resolver su problema, piensa que a la larga ya no tiene que preguntarle nada a su mamá, que la respuesta puede estar allí, en la caballeriza; que sería nada más de acercarse y ver por debajo, o por donde sea, a los animales para darse cuenta si de verdad existen las tales diferencias.
No quiso desaprovechar la oportunidad y de inmediato tomó cartas en el asunto. Apoyándose con cuidado y sosteniendo fuertemente la palangana, inclina una y otra vez su cuerpo hasta que por fin logra pasar por entre las tablas y el alambre, directamente al corral.
Ahora, con un poco de susto entre pecho y espalda, se encamina a donde están dos soñolientos animales que ha escogido de previo para el examen de rigor.
Palangana en mano, se acerca al animal más pequeño; que terminó siendo una yegua; y esperó quieto, pero muy quieto, a que la susodicha moviera varias veces el rabo para enterarse de lo que quería.
La yegua, bastante menudita y grisácea, bebía tranquilamente agua de la pileta sin saber que al estarse quitando con el rabo a una impertinente mosca, estaba sacando de dudas a un atrevido niño que había llegado sigilosamente a verle sus intimidades.
Después de sacar sus primeras conclusiones, giró un poquito a la derecha y observó al animal que seguía. Se trataba de un corpulento caballo que de reojo vio el irrespeto de que había sido objeto su compañera, cosa que no le gustó, pero decidió no intervenir para ver hasta dónde llegaba la insolencia y la irreverencia de aquel mocoso.
Dispuesto a terminar con la inspección, Juan pasó entonces al caballo, que por ser tan alto, le facilitó meter su pequeño y endeble cuerpo junto con el papín debajo de la inmensa panza.
El equino se movió, quedó desorientado, por un momento se le perdió el fisgón, luego sintió por donde andaba y lo que estaba haciendo. Entonces se puso de los diablos, paró las orejas, se apartó del imprudente niño que le estaba viendo sus Partes nobles, relinchó, giró violentamente sobre sus cascos traseros, luego se apoyó en los delanteros, sacó el cuerpo, se encrespó, y lanzó tremenda patada voladora que rozó la mano del vendedor en ciernes.
El golpe de la bestia tomó de lleno a |a palangana que la hizo volar hasta estrellarla con gran estruendo contra el techo de |a caballeriza. Los otros animales se asustaron y corrieron como locos creyendo que el techo se venía al suelo; hasta terminar con temblorina todos hechos un puño en un rincón de la caballeriza pidiendo puerta para lanzarse a la calle.
El susto y la tristeza se apoderaron de Juan no tanto por el espectáculo de las bestias como por ver desperdigadas por el suelo las porciones de papín. Y entonces lloró y lloró desconsoladamente. Entre lágrimas y suspiros recogió la palangana la cual mostraba en su fondo el descomunal golpe que había recibido. Contempló con gran tristeza el reguero de papín ahora medio verdoso por el estiércol. En ese momento sintió que el mundo se le venía encima y estaba convencido de que se había jalado una torta, pero una torta de esas grandes.
¿Qué cuentas le daría a doña Luisa? ¿Cómo pagar el papín? -¿Qué le diría a su mamá?
En estas congojas estaba cuando fue sorprendido por un viejo del pueblo al que le decían por aprecio Lalo y que tenía fama de ser bohemio, jugador de gallos y buen comerciante.
Este señor, ya sesentón y de cabello blanco, escuchó, con una sonrisa entre dientes, la historia que, con grandes aspavientos, le contaba Juan; como eso de que había entrado a beber agua y el caballo lo quiso morder para quitarle la palangana.
Lalo, que era buena gente, y bastante alcahuete, lo alentó, lo aconsejó, le dijo que no se desanimara, que había que echar para adelante, que esa venta no la podía perder.
Luego le desarrugó la palangana, le ayudó a recoger la dispersa mercadería y entre |Os dos soplaron y soplaron para quitarle e| verde del estiércol, misión que resultó a medias, ya que en buena parte había penetrado hasta lo más profundo del papín.
-Ahora sacúdase la ropa, le dijo Lalo, lávese la cara, tome la palangana y corra para la plaza porque ya terminó el primer tiempo del partido y a nadie le diga lo que le sucedió.
-¿ Y si me preguntan porque el color verde del papín? – Conteste que ahora doña Luisa le pone culantro.
Y si fue así como dejó la caballeriza el vendedor después de ponerle mucha atención a los consejos de Lalo. Mas tuvo la suerte de no tener que llegar hasta la plaza con su papín rojo y verde, ya que allí no mas se topó con la cocinera del cura quien le compró todo y sin mucho miramiento; porque de todas formas tenía serios problemas con su vista.
Pagó la mujer, echó el papín en una bolsa y salió corriendo hacia la Casa Cural para atender a unos invitados especiales que tenía el Padre aquella mañana.
Con los tres colones en la bolsa Juan se puso muy contento y lo primero que hizo fue separar los treinta céntimos que se había ganado por la venta.
Ya con su dinero, decidió quitarse de encima un montón de antojos que tenía. Entró a la pulpería de los Cob y compró Rentas, melcochas, confites y caramelos. Y sobre unos sacos de frijoles , olvidándose totalmente de la palangana, disfrutó despacito y muy a sus anchas, del auto pago que se había echo.
En esas estaba, cuando vio pasar a toda prisa por la calle que llevaba a la casa de doña Luisa, a la cocinera del cura; a quien le agradeció en silencio la compra que le había echo y que ahora le permitía tener aquel fiestón el cual pensaba repetir una y otra vez.
Al rato pudo observar que nuevamente se le aparecía por la amplia ventana del negocio, la cocinera del cura. Pero ahora caminando en sentido contrario, como buscando la Casa Cural, acompañada de doña Luisa y del curandero del pueblo. Sintió que algún inconveniente estaba pasando pero no le dio mucha importancia; pues primero estaban sus confites y melcochas que el resto del mundo.
Y cuando ya gastaba su último cinco, vio bajar a doña Luisa casi que corriendo y entonces presintió que definitivamente algo malo había sucedido. Se guardó los últimos confites de miel de abeja en la bolsa del pantalón y se aprestó a tomar el camino para rendir cuentas de su primera venta de papín.
Primera venta y que fue la última. Porque cuando se presentó a entregar el dinero y a que le cargaran de nuevo la palangana, doña Luisa no le habló.
Y sin poder entender, sin que le quedara muy claro, notó que su patrona tenía la mirada puesta como en otro mundo… es más, ¡estaba brava! le temblaban las manos, sudaba mucho y tenía la cara del mismo color del papín.
Cuando por fin habló doña Luisa, le pidió que se fuera de su casa, que después se entendería con su mamá, cosa que nunca hizo; porque días después se fue del pueblo, lo hizo la madrugada del jueves siguiente, se fue para Barranca, sin despedirse de nadie, con mucha vergüenza, para nunca más volver a Miramar.
Bibliografía:
Bermúdez León, A. (2010). Cuentos de pólvora, oro y sol. TIBAS, Costa Rica: Bermúdez León, Albán