literatura

CUENTO LA VÍSPERA DE NOCHEBUENA

Cuando niño quise ser cobrador de bus. Deseaba llegar a grande para viajar en la puerta y lanzarme desde allí para caer siempre de pie estando el bus en movi­miento. Así lo hacían todos los cobradores je mi pueblo y era una aventura que anhelaba vivir.
Pensaba que desprenderse de aquella puerta y correr a la par del bus hasta que se detuviera tenía que ser algo muy fasci­nante. Muchas otras cosas reforzaban mi deseo: viajar para arriba y para abajo sin pagar, tener siempre las manos y las bolsas cargadas de dinero, cobrar y dar vueltos haciendo sonar las monedas, ordenar al chofer a viva voz dónde detenerse y cuándo proseguir. Pero esto era soñar despierto.
Mis obligaciones como vendedor de he­lados provocaron que me olvidara por algún tiempo de este sueño. Además, contribuyó e l hecho de que no me quedaba otra opción que esperar por razones de cuerpo y edad.

Sucedió que en un mes de diciembre, bajando la cuesta de la plaza, el carretillo de los helados se me escapó de las manos y rodó cuesta abajo, sacudiéndose todo, hasta quedar clavado en una inmensa alcantarilla.
La pérdida fue total. Los helados de sor­betera quedaron esparcidos por el caño, el hielo se salió y la rueda quedó retorcida como si le hubiese caído un maleficio.
Ante aquella catástrofe, mi cuerpo se puso en un temblor; pues aún no había vendido un solo helado; lo que acrecentó mi terrible preocupación porque no me escapaba de tener que dar cuentas de lo sucedido a una patrona que era muy brava.
El accidente ocurrió al frente de la casa del chofer del bus. Muy buena persona que siempre me compraba helados. Único testigo de la aparatosa caída del carretillo quien de inmediato salió a auxiliarme y a ordenar un poco las cosas; para finalmente decirme:
-Veo que va a tener que pagar los helados. Si quiere ganarse esa plata, cóbre­me en el bus esta semana, ya que no tengo cobrador.
Aquel ofrecimiento me impacto. De la emoción se me hizo un nudo en la garganta y con voz entrecortada le di las gracias y salí corriendo a entregar el carretillo sin impor­tarme ya la regañada; y a implorar que me dieran unos días para pagarlo todo. Tenía que moverme porque el bus salía una hora después.
Recibidas las instrucciones de rigor, por fin mi sueño era una realidad. Allí iba de pie en la puerta del bus con el pelo parado y re­cibiendo de frente una brisa refrescante.
Poco antes de partir, el chofer me había entregado un sobre para doña Lucia, una respetable señora que vivía de camino al lado de la carretera y que era muy conocida porque siempre en diciembre colocaba, en el corredor de su casa, un inmenso y hermoso portal.
Este portal era famoso por la varie­dad y gran cantidad de santos, camellos, escarcha, bombillos, serpentinas, aserrín, musgo y palmeras que tenía. Todos colo­cados en el sitio exacto con gran gusto y delicadeza. Las imágenes del pasito eran de un material muy fino y de mi tamaño. El cielo de esta joya navideña era inmenso y precioso; sobresaliendo su brillante es­trella del niño. Se decía que los camellos de los Reyes Magos caminaban; pues todos los días amanecían un tantito más adelan­te hasta llegar el seis de enero al pesebre, día en que se oficiaba un rosario cantado con acompañamiento de guitarras y ban­dolinas que se convertía en una fiesta del pueblo con mucho tamal, café y pan casero.
El bus continuó su recorrido. Yo me sentía la persona más realizada del mundo haciendo cuanto aspaviento podía delante de los pasajeros; sintiendo la aprobación ¿el chofer por su complaciente v maliciosa sonrisa.

Solamente me faltaba una cosa: man­darme a tierra con el bus en movimien­to pero es que, sinceramente me daba miedillo.
Al final, decidí hacerlo cuando entrega­ra el sobre. Allí había una recta que me facilitaría dar este paso para consolidarme, según mi pensamiento, como cobrador de bus.
Quizá por primera vez en su vida, al chofer se le olvidó detenerse donde tenía que hacerlo y en aquel momento ni siquiera bajó la velocidad frente a la casa de doña Lucía. Pero aún así, me solté de la puerta y me fui como un atarantado sobre la carretera.
En el aterrizaje, sentí un impacto violento y estremecedor que me impulsó a correr hacia adelante a una velocidad endiablada Que no podía controlar. A doña Lucía, quien había salido por el sobre, me la lleve de frente hasta que, finalmente, quede acostado de un solo batacazo en el portal; descabezando a los Reyes Magos y sus camellos. Todo lo destruí, allí no quedó nada, pues en el afán de frenar aquella carrera loca me agarré de la parte más alta del portal y me la traje abajo de un solo tirón, lo que originó un estruendo como si hubiese estallado una bomba dentro de la casa.

Al escándalo del portal, se unió el chilli­do de unas llantas. El bus echó marcha atrás y el chofer se bajó para ofrecer una y mil disculpas a doña Lucía.

Y yo me devolví a pie con una inmensa chichota en la cabeza, pensando en la deuda de los helados y en la torta que me había jalado en el famoso portal, un día antes de Nochebuena.

Bibliografía:

Bermúdez León, A. (2010). Cuentos de pólvora, oro y sol. TIBAS, Costa Rica: Bermúdez León, Albán

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