literatura

CUENTO EL PACTO

Supongo que quienes llegamos a este mundo por el lado de Miramar de Montes de Oro de Puntarenas, vivimos una revolución del 48 muy distinta al resto de los niños de este país.

Por aquellos contornos la revolución no fue tan violenta, aunque no faltó uno que otro tiro y alguna esporádica venganza, más por asuntos personales que por razones políticas.

Con las excepciones del caso, y que mucho respeto, el acontecimiento de marras se prestó más para el chiste, la anécdota y la exageración, que para la demostración de habilidades militares y revolucionarias.

Tomadas las cosas con el fino humor de las gentes cercanas a la costa, los héroes no faltaron; los generales y capitanes tampoco; hoy, aparecía un jefe de los revolucionarios, mañana otro, pasado mañana el representante del gobierno era desplazado y una semana después de nuevo se estaba juramentando.

En medio de aquella falta de seriedad de parte de los mayores y de bastante temor entre los niños, yo oía que la gente se estaba matando, oía que había una guerra, una guerra que en mi mente infantil se hacía interminable.

Los nombres de quienes protagonizaban aquel acontecimiento me llegaban todos los días en forma diferente y yo no lograba en­ tender qué era lo que estaba pasando. Solo sentía que me iba a quedar sin mamá y por eso desde muy temprano, me prendía de su falda para llorar desconsoladamente, sin poder explicarle el porqué de mi llanto.

Un día de tantos, por razones que aún ig­noro, pero que pudo haber sido un humilde juguete que llegó a mis manos, me olvidé de la tal guerra y no me di cuenta cuando terminó aquel barullo. También desco­nozco si en mi casa hubo alegría o tristeza cuando concluyó la mentada revolución.

Pero con el tiempo ingresó nuevamente a mi mundo de preocupaciones infan­tiles la Revolución del 48 por medio de los comentarios familiares. Estos me impactaron y provocaron que tomara mucha leche con hojas de naranjo agrio para poderme dormir.

Luego, llegué a la conclusión de que en realidad lo que se había hecho era cosechar un montón de exageraciones por haberse vivido una revolución que no fue revolución, pero que dio oportunidad a que surgieran espontáneamente «Generales» y «Capitanes» por docenas y de mentirillas.

Sin embargo, dos o tres años después de haberme desentendido de la revolución, escuche en varias oportunidades una de esas exageraciones que de inmediato Paso a relatar:

En uno de esos quita y pone que se dieron por aquellos lados resulta que
nombran al señor Cupertino Espinoza, quien rondaba los cuarenta y cinco años de edad, Comandante en Jefe de las Fuerzas Figueristas. El señor Espinoza medía a lo sumo un metro sesenta y cinco, de tez blanca, ojos claros y pelo lacio.

Este nombramiento, no obstante lo enrarecido del ambiente que se vivía, fue bastante sorpresivo; pues si bien a don Cupertino se le tenía como Figuerista, nunca se creyó que fuera para tanto, no se veían mayores méritos como para que se le hubiese nombrado en tan importante puesto existiendo mejores Figueristas.

Don Cupertino, quien tenía esposa y dos hijas, era conocido como un gran amigo de sus amigos, conversador ameno de cantinas, acordeonista, cantante, persona de buen apetito, mentiroso y bastante irres­ponsable como jefe de hogar.

Dentro de las razones para justificar semejante nombramiento, la gente recordó la vez que su amigo y compadre, pero con­trario político, el Comandante Paulino Gutiérrez, lo había metido a la cárcel por haberse opuesto a la corta de unos itabos.

El Comandante Gutiérrez era un Calderonista por los cuatro costados, de la misma edad de don Cupertino, de piel blanca, ojos claros, de escaso bigote y de un metro setenta. Tenía cinco hijos con doña Berta Campos, dos de los cuales, y dos porque eran gemelos, los había llevado a la pila bautismal don Cupertino Espinoza y su esposa doña Carmen López, y por eso se trataban de compadres, aunque muchas veces entre dientes, ya que generalmente estaban en aceras opuestas.

Lo del compadrazgo había surgido al calor de una fiesta cuando la política aún no era tan intensa y porque los gemelos nacieron cuando una vieja pared apenas separaba las dos casas. Luego ya no fueron tan vecinos y más bien las relaciones se fueron enfriando.

En su mandato, Paulino Gutiérrez siempre quiso encarcelar a Cupertino para que se diera cuenta el pueblo de que no existían amigos ni compadres cuando de cumplir el deber se trataba.

Pero resultó pieza escurridiza don Cupertino, no fue posible pillarlo en alguna sinvergüenzada que ameritara el calabozo, hasta que un buen día lo tocaron por donde no aguantaba nada.

Estaba rasurándose en el corredor de su casa, cuando recibió la visita de dos mili­tares a las órdenes de su compadre que, hachas en mano, llegaron dispuestos a derribar unos itabos que formaban parte de la cerca de su casa; dizque para facilitar el tendido eléctrico que pronto se instalaría en el barrio llamado Calle Dos.

Cupertino Espinoza entró con furia y entereza a defender sus itabos y a los puños se fue contra las autoridades; por lo que el Comandante Gutiérrez, sin pensarlo dos veces, lo metió a la cárcel por irrespeto a la autoridad, no sin antes exhibirlo por todo el pueblo a fin de que sirviera de escarmiento.

El Comandante Paulino Gutiérrez cono­cía de sobra al amigo de su infancia y sabía que Cupertino entraría a defender a toda costa sus itabos, no porque le hiciera daño a la cerca, sino por el temor de quedarse con unas cuantas flores menos.

Este fue el talón de Aquiles que le descubrió para meterlo a la cárcel, ya que su vida bohemia la supo llevar dentro de los cánones de la ley.

No exista en el mundo algo que desvelara más a don Cupertino que una flor de itabo. Se las comía a montones, con huevo, sin huevo, con achiote, bien reventadas, sin reventar, con sal, sin sal, en fin, comer flor de itabo era lo más importante en su vida.

En tiempos de cosecha empezaba consumiendo las de su propiedad y terminaba comprando cuanta flor le ofrecieran y al precio que fuera. De ahí la defensa a ultranza que hizo de los itabos hasta termi­nar encarcelado, que era lo que quería el zorro de Paulino para satisfacer su capricho.

La cosa fue que don Cupertino Espinoza, con ese pobre antecedente, como fue su encarcelamiento de apenas tres días, y que sería lo único que podría calificarse de persecución política, de la noche a la mañana, quedó investido de máxima autoridad del pueblo.

En la toma de posición hizo gala de la facilidad que tenía para compartir con sus amigos, en un acto que se realizó sin licor de por medio.

La ceremonia fue un domingo a las doce del día y estuvo engalanada con la participación de la banda militar de Puntarenas, bombas de triple trueno, desfile de escolares, iza del Pabellón Nacional, bailes típicos, consumo de cientos de pastelitos y veinticinco ollas de resbaladera.

En el discurso renunció a todo vicio y como prueba que entraba a una nueva y seria etapa de su vida, lanzó su viejo acordeón a uno de los frondosos higuerones que rodeaban la plaza. Su inseparable acordeón, compañero de parrandas y serenatas se convirtió entonces, en un símbolo que, colgado de una alta rama, testificaba la renuncia que había hecho el nuevo Comandante a la bohemia. Ahora se dedicaría con ahínco y disciplina a resguardar los intereses del pueblo… ¡y a perseguir a los calderonistas!

El sol, la lluvia, el viento y las hormigas, terminaron con el acordeón; pero ya el mensaje y el ejemplo estaban dados, especialmente para los niños que habían participado en el desfile de un acto tan solemne. Y siempre que estuvo colgado, fue una viva lección para los jóvenes y viejos que siempre tenían que ver lo que iba quedando del instrumento musical cuando buscaban la refrescante sombra del viejo higuerón.

Por un lado asumió el poder don Cupertino y, por otro, salió huyendo don Paulino a refugiarse a las montañas de Arancibia.

Se enteró el Comandante Cupertino de la decisión de su amigo separado y dio gracias a Dios de que así sucediera; porque se reducía la posibilidad de encontrárselo y tener que encerrarlo, lo cual podría interpretarse como una vulgar venganza.

Meses después le informaron que todas las semanas el excomandante Gutiérrez visitaba a su familia a altas horas de la noche, se reunía con algunos calderonistas, y regresaba al monte muy temprano del siguiente día.

Por esta razón el Comandante giró ins­trucciones para que se vigilase la casa de su viejo amigo y nuevo enemigo por la Revo­lución; y demandó atención especial sobre la calle de los sinvergüenzas, que se decía utilizaba Paulino como atajo para llegar a su casa.

Necesitaba comprobar si de verdad se estaba burlando de la autoridad. La orden la dio a dos de sus inmediatos colabora­ dores de quienes nunca recibió un informe, ni tampoco él lo solicitó.

Lo cierto era que cada vez con mayor insistencia se comentaba la astucia y la valentía del calderonista, y, poco a poco, se pasó de la anécdota simple a la franca admiración. Esto hizo que el Comandante Cupertino se sintiera nervioso y empezara a creer que la montaña estaba fortalecien­do a Paulino. Por ello tomó la decisión de legalizar tal comportamiento, dándole la casa por cárcel bajo la condición de que no le alborotara al pueblo.

Ganas no le faltaron al Comandante Cupertino de cobrar viejas facturas y meter de cabeza a la cárcel a su compadre, pero no quería correr el riesgo de convertirlo en mártir y que le armara una revuelta en cualquier momento.

Transcurrió el tiempo y la gente se fue acomodando al estilo del Comandante Cupertino Espinoza que de vez en cuando se mandaba alguna orden insólita. Como aquella que obligaba a que todo solar debía contar al menos con un árbol de aguacate y un itabo. En realidad se vivía en paz, sin que faltara, allá un sábado de pago, algún tipo de bronca por diferencias políticas, la cual apaciguaba don Cupertino cuando mandaba a los calderonistas a la cárcel y a los Agüeristas a la casa.

Pero un viernes en la tarde al Comandan­te Cupertino se le vino el mundo encima. La causa fue un telegrama de San José que por poco le provoca un infarto. Era escueto el telegrama:

» Fusile a Paulino Gutiérrez»

Se sentó el Comandante en una vieja y larga banca, a meditar un buen rato tan inesperada orden; y por ningún lado le entraba tener que fusilar al compañero de andanzas de toda una vida. Y hasta pensó en confirmar semejante orden pero sintió temor de llevarse una regañada, ya que era precisa y muy clara.

La primera decisión que tomó fue la de no hacer comentario alguno sin antes hablar con su esposa Carmen. Con el telegrama en la bolsa llegó ya muy de noche a la casa.

  • Mirá Carmen, vieras que tengo un serio problema entre manos.
  • ¿Y de cuándo acá me comentás tus problemas?
  • Es que lo que tengo que decirte es muy serio
  • A ver, ¿De qué se trata?
  • Fíjate que recibí este telegrama de mis superiores en donde me dan la orden de que fusile a nuestro compadre Paulino.
  • ¡Cómo puede ser! ¿No era que aquí ya no se fusilaban a nadie?
  • Pues sí, así lo entendía yo. Lo que pasa es que como Paulino hizo tanto daño.
    Recordé cuando me encarceló y la cantidad do Agüeristas que por puro gusto mandó amarrados a Puntarenas.
  • ¿Y qué has pensado hacer?
  • – Tengo que fusilarlo.
  • O sea, que preferís hacer lo que dice un telegrama, que a larga es hasta falso, que perdonarle la vida a tu amigo, a tu compadre. – ¿Cómo vas a dejar viuda a Berta y huérfa­nos a ese montón de chiquitos – dos de los cuales son nuestros ahijados? -¡Por Dios, pensé un poco! -¡Fusilar a Paulino, bendito sea Dios! -¡solo eso nos faltaba, que te convirtieras en asesino! -¡En asesino de tu propio compadre!.
  • -En todas esas cosas he estado pensando. Pero tengo que cumplir con mi deber, porque de no hacerlo, peligra entonces que la viuda seas vos. -Ahora tratemos de dormir y ya veré qué hago mañana.

Aquel sábado, doña Berta Campos de Gutiérrez, decidió visitar a una de sus hermanas que residía en Las Delicias de Miramar, no sin antes encomendar a Paulino el cuido de los hijos.

Regresó a eso del mediodía y encontró a su esposo con eso que llaman abejón en el buche, no era el Paulino de siempre, estaba muy pálido no hablaba y no dejaba de dar vueltas en la sala.

– Algo te está pasando Paulino. – Te veo como preocupado. -¿Qué pasó? – Nada, que llegó Cupertino con un tele­grama en donde le ordenan que me fusile.

Doña Berta se apoyó en la pared de su humilde casa para no caer. El sudor la inundó y a duras penas llegó hasta la tinaja de donde sacó agua que bebió sin respirar, y en un puro temblor. Poco a poco se fue restableciendo para continuar con la conversación.

-De manera que nuestro compadre quiere desgraciar a esta familia nada más porque somos Calderonistas.
-Tenés que entender que él tiene que cumplir y le pedí que me fusilara el domingo a la salida de misa. -Quiero morir en la plaza, delante de un montón de gente que te servirá de testigo cuando hagás las gestiones para la pensión de guerra. -¡Hay que hacer algo, hay que hacer algo, para evitar que este figuerista se salga con las suyas! -dijo doña Berta mientras las lágrimas empapaban el pañuelo que presionaba contra su cara presa de la confusión, la ira y el temor.

El resto del sábado y las primeras horas de la mañana del siguiente día fueron de zozobra para la comunidad, pues la trágica noticia había corrido sin detenerse, y sin detenerse llegó hasta los oídos del Cura Párroco quien ofreció a Paulino escuchar la confesión de sus pecados con servicio a domicilio. Por supuesto, éste no aceptó, pues estaba convencido de que el Reino de los Cielos era solo para los calderonistas y por lo tanto, confesiones y Santos Óleos estaban sobrando.

Por eso le contestó al Padre -Que muchas gracias, que se dejara eso para los Agüe­ristas que bien lo necesitaban por la carga de pecados que siempre llevaban a cuestas en el lugar que estuvieran.

Llegó el domingo y un pueblo desvelado se presentó a la iglesia, la que se hizo peque­ña para tanta gente que quería rezar por Paulino.

La misa empezó más temprano y se extendió como nunca, pues fue más un acto de protesta que religioso.

Cuando finalmente el cura dio la bendición, los feligreses abandonaron el templo con mucho temor, no solo por lo que iban a presenciar, sino también porque se decía, cada vez con mayor insistencia, que un grupo armado había ingresado por Río Seco, un caserío al suroeste del pueblo, dispuesto a evitar a toda costa el fusilamiento.

El sol radiante de aquella mañana de domingo hacía más vistosos los uniformes que lucían los militares.

En el centro de la plaza el Comandante Cupertino dictaba las últimas instrucciones desde una lomita de arena en donde el condenado daría su último suspiro. Las órdenes eran a gritos y a toda prisa. Por fin el escenario estuvo listo, solo faltaba el sentenciado.

De acuerdo con lo pactado (había complacido a la esposa de Paulino en ir personalmente y sin compañía por el sen­tenciado), el Comandante abandonó la Plaza para traer a Paulino.

La gente esperó con impaciencia, con mucha preocupación, mientras el cura seguía llamando a todos los santos para que aquel acto salvaje, y apartado de todo sen­timiento cristiano, no se realizara.

Se esperó y esperó por largo rato, sin que aparecieran los distanciados compadres De ahí que decidieran mandar al monaguillo a averiguar qué había pasado.

-No vaya a ser- decía doña Socorro del grupo pro salvación del ánima de Paulino – que a este asesino y pecador figuerista se le ocurra fusilarlo en la casa.

Regresó el emisario a eso de las dos de la tarde para informar que, en un rincón de la casa de Paulino, había localizado al Comandante Cupertino haciendo la siesta; aparentemente después de una gran comida; y que le había dicho, entre dormido y despierto, que les dijera que se fueran a sus casas, que de momento no había fusilamiento, ya que el sentenciado se había dado a la fuga.

La víspera del anunciado fusilamiento, en horas de la tarde, los vecinos de la calle del Rastro vieron pasar a doña Berta de Gutiérrez, con una canasta de huevos y dos imponentes flores de itabo.

Bibliografía:

Bermúdez León, A. (2010). Cuentos de pólvora, oro y sol. TIBAS, Costa Rica: Bermúdez León, Albán

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