El comentario venía del último asiento del bus. Dos señoras robustas, de baja estatura y muy parlanchinas, manifestaban que un señor llamado Manuel, desde hacía ya muchos días estaba internado en el hospital de Puntarenas.
A esta información no le di ninguna importancia. Seguí leyendo el periódico como si nada hubiese llegado a mis oídos. Total… se trataba de uno de esas con versaciones informales que abundan en todos los buses del mundo.
Hoy, un mes después, cuando de nuevo me encamino a Miramar, alguien comenta en la entrada del bus que un don Manuel falleció.
Ahora le puse mayor atención a lo escuchado; pues recordé que el enfermo del viaje anterior también se llamaba Manuel. Y hasta me sentí incómodo; ya que si era el mismo Manuel, hice mal en aquel momento de no preocuparme por su salud, pues quizá se trataba de una persona que yo conocía.
Temeroso de hacer una pregunta que condujera a que me calificaran como una persona desconsiderada con sus semejantes, no quise averiguar nada del don Manuel de hoy, si es que no se trataba del mismo del viaje anterior.
El bus continuó su camino y yo sin poder apartar de mi mente el asunto del muerto. Y ya sobre la autopista, recogí un poco el cuerpo y repasé para arriba y para abajo, a los amigos y conocidos con el nombre de Manuel. Finalmente me convencí de que todos los Manueles de mi mundo gozaban de buena salud, de tal manera que me limité a ofrecer en silencio mi más sentido pésame a los desconocidos familiares del difunto.
La actitud demencial del chofer me imagino que deseoso por sentir pronto el calor porteño, provocó que el bus se desplazara a velocidad temeraria. Aunque, a decir verdad, no me percaté de esta situación hasta cuando concluí con el estudio mental de los Manueles; pues al recoger la mirada del veloz asfalto y llevarla hasta una pequeña colina, me di cuenta de que ya me encontraba por el cantón de Grecia.
En ese momento corrían a gran velocidad y en sentido contrario, unos cañaverales en flor teñidos de un rojo anaranjado por el intenso sol del atardecer. Pensé que con aquella irresponsabilidad del chofer, pronto estaría pasando por el cruce de Naranjo.
Traté de estirarme sin molestar al pasajero con quien compartía el asiento; que era una persona canosa, de baja estatura y edad bastante avanzada. Apoyé de nuevo la cabeza en el ventanal del bus y me dije que, de no disminuirse aquella alocada velocidad, muy pronto podría estar haciéndole compañía al difunto. Entendí, por su notoria palidez y la forma de sostenerse del asiento, que mi compañero de a lado compartía mi preocupación.
Convencido de que la tragedia se venia, renuncié a estar despierto en el momento del accidente y por eso me fui quedando poco a poco dormido y finalmente me dormí, para entonces tener una terrible pesadilla que se extendió por el resto del trayecto y no se interrumpió hasta que el bus ingresó al puente sobre el río Barranca.
En la pesadilla se hizo presente un altísimo y esquelético señor quien decía llamarse Manuel; vestía camisa blanca y un traje negro. Curiosamente conducía a velocidad endiablada un ataúd.
En el sueño yo acompañaba dentro de la caja mortuoria a este señor, quien no paraba de decirme, con escalofriante voz, que él estaba muerto y yo también. Pero que ahora teníamos que estrellarnos contra un puente para morirnos de nuevo ya que por la mediocridad de la muerte que habíamos recibido, nuestras ánimas no se habían ganado el derecho de pasar al más allá.
Yo me negaba a estar muerto y luchaba por querer salir del ataúd; pero el señor me sostenía con su huesuda mano del cuello mientras me gritaba que, tanto él como yo, nos habíamos matado por el cruce de Palmares; pero que la muerte había sido sin gracia, pues nos llegó por una simple imprudencia al cruzar la carretera, y que por eso había que repetirla.
El loco de la pesadilla cada vez aceleraba más aquel cajón motorizado; de colores fosforescentes en donde se combinaban el negro, el verde y el amarillo con un fuerte olor a ciprés. Pensé que a como estaban las cosas, nos íbamos a morir por segunda vez sin necesidad de llegar a ningún puente.
La lucha por salirme del cajón la seguí dando por todo el camino y cuando el bus ingresó sobre el puente del río Barranca, golpeó en forma violenta una platina metálica del piso. El estridente ruido me despertó de un solo tirón; miré al compañero de asiento que me preguntó muy asustado -¿Se siente bien? -Sí claro, por qué? -Porque venía hablando dormido, roncando y brincando y cuando llegamos al puente gritó, se levantó, hizo una mueca y se sacudió muy feo.-Vea que aquí hay gente que se está riendo y otra que está preocupada, ha hecho usted un tremendo escándalo, asustó al chofer y por poco nos estrellamos.
Sin poder dar una explicación y sintiendo que el corazón se me salía, solo atiné a tomar con pulso tembloroso el agua que me ofreció la señora del asiento de atrás; quien además me facilitó un paño para el sudor y me puso a oler alcohol mientras me decía que estaba muy pálido y que me peinara porque tenía el pelo parado. El bus se había detenido por un momento y a partir de aquel alboroto continuó a velocidad normal.
La pesadilla provocó que al pueblo llegara con la muerte de aquel desconocido dándome vueltas en la cabeza. Desconocido que dejó de serlo cuando mamá me recibió con una noticia, que ya de noticia tenía muy poco, pero que aclaraba de una vez por todas, el asunto del difunto.
-¿ Sabe quién murió? -No, no sé.
-Don Manuel.
-¿Cuál don Manuel?
-El que tenía un camión rojo.
-Ya, ya… el que traía hace varios años mercadería de Puntarenas.
-El mismo.
-¿De qué murió?
-Lo atropelló un carro. Desde hace muchos meses estaba internado en el hospital — ya tenía sus años, el funeral es hoy a las cinco de la tarde.
Enterado del muerto que se trataba, me trasladé mentalmente al día que tuve que ir por primera vez a Puntarenas, con mis escasos diez años y apenas los pasajes de regreso.
Por ser el mayor de mis hermanos me mandaron a traer una medicina al hospital de Puntarenas. Salí en bus muy de mañana de Miramar, y al puerto llegué medio mareado.
Me bajé en la última parada, caminé hasta la primera esquina donde había una pulpería, pedí un vaso de agua, y de inmediato me puse camino al hospital, según la dirección que tenía anotada en un papel, pero que al rato descubrí que la estaba entendiendo al revés.
Caminé cientos de cientos de metros pero para el mismo lado por donde había entrado, me estaba devolviendo, cuando lo que tenía que hacer era entrar a la ciudad sin miedo y no caminar por donde había pasado el bus.
Gracias a una bondadosa señora a quien le pregunté por dónde andaba y a dónde tenía que ir, fue que di vuelta en el talón para tomar el camino correcto; y después de dudas y más dudas, de recibir sol en forma despiadada, de quitarme un carretón aquí y un carro más adelante, por fin llegué al San Rafael, que estaba escondido detrás de unas palmeras allá por el Barrio El Carmen.
Ya en el hospital esperé largo rato para que me atendieran. Y es que surgió una confusión de la enfermera cuando dio por un hecho que yo formaba parte de los huérfanos que atendía Fray Casiano de Madrid que estaban allí muy asustados y lloraban a más no poder, porque esa mañana serían vacunados.
Intenté aclarar que yo no formaba parte de aquel grupo, que yo iba por unas medicinas de mi mamá, pero no me dejaron, no me dieron tiempo, y de un solo tirón la corpulenta enfermera me llevó a una camilla que estaba en el pasillo, me puso de medio lado, me bajo un poco el pantaloncillo corto y me metió una aguja en una nalga que después supe era una inyección, que fue la primera inyección de mi vida, que me dolió mucho y que nunca supe contra qué me la pusieron.
Cuando por fin se me puso atención ya estaba inyectado y con un tremendo dolor que me bajaba por la pierna. Para peores, los niños de Fray Casiano, después de la inyectada recibieron su buen vaso de leche, frutas, pan y café, a lo cual no tuve derecho, por haber dicho con toda sinceridad que no pertenecía a ese grupo, que yo andaba en otra cosa.
La enfermera me regañó y me puso a hacer fila donde tenía que hacerla y desde allí observé, a través de una ventana, con los ojos pelados y el estómago lleno de retortijones, a los compañeritos inyectados disfrutar de su merecido desayuno.
Después de retirar el paquete de pastillas me olvidé del hambre y de que andaba medio renco, me devolví casi corriendo y muy asustado porque se me había hecho tarde.
El susto y la carrera aumentaron, cuando vi y sentí que el mar estaba muy bravo, que se iba a tirar a la calle, se iba a llevar todo y allí no iba a quedar nada.
Huyéndole al oleaje me extravié, nunca llegué a la parada del bus, caminé para arriba, caminé para abajo, en forma diagonal, de un lado, para el otro lado, le pregunté a mucha gente, y mucha gente me quiso ayudar, pero siempre estuve perdido.
Pasé una y otra vez frente a la pulpería la Lapa, la San Fernando, el parque Victoria, el parque Mora y Cañas y un montón de restaurantes chinos, pero no podía llegar a la parada.
Caminé y caminé por mucho rato La angustia y el sudor fueron a chorros la sed fue insaciable, el estómago retumbó, el hambre ya no perdonó y en una soda se quedó la plata de los pasajes. ¡Y también las pastillas!
Dejé la soda y mientras caminaba con inmensa preocupación cerca de una fábrica de refrescos, me di cuenta de que ya no tenía la medicina, que se me había quedado en la soda; lo que aumentó la congoja; porque, a partir de aquel momento, al tratar de encontrar también las pastillas sentí que andaba perdido dos veces; ya que buscaba con gran angustia la soda y el bus, sin que pudiera llegar a ninguna de las dos partes.
Metido en aquel mundo crucé muchas calles, llegué al estero, pasé por el muelle, me devolví, pasé de nuevo por los restaurantes, parques, pulperías, la Comandancia de Policía, y todos los lugares, sitios y negocios se repetían, menos la soda en que había dejado el medicamento; hasta que finalmente, me metí por una inmensa puerta donde había mucha gente comprando y vendiendo a gritos.
Alguien me dijo que aquello era el mercado, y lo recorrí varias veces sin encontrar la salida, me metí como en un remolino ya que daba vueltas y vueltas sin llegar a ningún lado, sentía que había caído como en una ratonera, en una trampa o algo parecido; y en la desesperación hasta me quiso dar el ataque de asma. Y allí estuve por mucho rato pasando siempre por las mismas ventas de pescado, frutas, carnes y verduras.
Aquel recorrido repetitivo y desesperante, lo dejé por fin cuando descubrí, entre dos tramos de verduras, una puerta que me expulsó a una calle escandalosa que me metió mucho miedo cuando la vi bañada por un atardecer porteño de sol desobediente a querer acostarse, que me cerraba los ojos y me advertía que pronto sería de noche, lo que complicaba aún más la situación.
De esta calle, pasé a otra y luego a la siguiente, siempre entre canastos y vendedores desgañitados, crucé un patio con escombros, pasé por unas bodegas, y era ya tanto el susto de que llegara la noche sin tener donde dormir, que ya ni le preguntaba nada a la gente, lo que hacía era ir de frente sin saber en realidad hacia dónde iba. Por fin terminé en una calle sin salida que era un lugar de carga y descarga de frutas, abarrotes, dulce y verduras.
Fue en ese sitio donde me encontré con el hoy difunto don Manuel, que era mi vecino en Miramar, y quien me conocía muy bien, pues más de un mandado le había hecho sin recibir ni pretender nada a cambio.
Don Manuel tenía y manejaba un camión rojo; era el camión que viajaba todos los lunes de Miramar a Puntarenas; para regresar ya entrada la noche después de repartir mercadería en Chacarita, El Roble, Barranca, Cuatro Cruces, Santa Rosa, San Isidro y Las Delicias.
A don Manuel le conté mis penurias y le pedí que por favor me llevara al pueblo. Me dijo que sí, pero a cambio de cargarle y descargarle el camión.
Yo me puse muy contento y acepté la condición. Y es que, a decir verdad, no sé ni para qué buscaba la parada del bus si ya me había comido los pasajes. Lo que tenía que hacer era lo que estaba haciendo, buscar a alguien que me llevara de regreso a cambio de alguna colaboración que yo pudiera ofrecer.
De inmediato me puse a trabajar y terminé de cargar el camión con algunas cosas menudas que le faltaban; mientras don Manuel se tomaba un fresco y se comía un tostel que me alborotó de nuevo el hambre pero que me la tuve que aguantar.
Por fin salimos y de camino pasamos por muchas pulperías. Y yo, solo yo, trabajaba; ocupándose don Manuel solamente de cobrar.
Fueron rollos de alambre, latas de manteca, sacos de harina, sal y azúcar que, con la ayuda de los pulperos, pude descargar. Y trabajé sin detenerme toda esa tarde y parte de la noche hasta cumplir con la orden de dejar el camión barrido.
Como a las ocho de la noche llegué a la casa muy cansado, con hambre, sin pastillas, inyectado y con una deuda. Y ante el interrogatorio de mi mamá, no me quedó más que contarle lo que me había sucedido.
De la deuda debo decir que fue la primera en mi vida; ya que don Manuel me cobró el pasaje, sabiendo muy bien que yo no tenía dinero; y cuando le dije que ya se lo había pagado con mi trabajo, se puso muy bravo y me amenazó con echarme el camión encima cuando me encontrara en la calle si le pagaba. Y como no pude pagarle hasta muchos años después, tuve que caminar durante quién sabe cuanto tiempo, muy a la orilla del camino, temeroso siempre, de toparme con el camión rojo de don Manuel.
La mano cariñosa sobre el hombro, me trajo de nuevo al corredor de la casa.
-Estás como en otro mundo. -¿Vas a ir al funeral?
-¡Por supuesto que no!.
-¿V eso? -Ah… ya entiendo, pero eso fue hace muchos años.
-Sí, pero todavía cuando lo recuerdo siento un llamaron dentro del pecho.

Bibliografía:
Bermúdez León, A. (2010). Cuentos de pólvora, oro y sol. TIBAS, Costa Rica: Bermúdez León, Albán